Nikola Jokic dice, con su básquetbol cansado, que fuimos engañados por años. El mito de la caverna de Platón nos devuelve a tiempos anteriores: todos observando el reflejo de una pared cuando la verdad estaba ahí afuera a punto de ser redescubierta.
Lo que vimos en el Juego 1 de las Finales NBA es la perfección con la que alguna vez soñaron los grandes maestros de este deporte. Erik Spoelstra intentó todo, pero todo fue en vano. ¿Defensa zonal? Leamos el manual que ya tiene polvillo en la biblioteca: subir al poste alto y generar desde allí. ¿Doblajes? Asistencia desde donde sea al tirador abierto. ¿Uno contra uno en defensa hombre a hombre? Suicidio para el defensor primario.
La belleza del juego descansa en las manos de este jugador-panóptico, un Gran Hermano del básquetbol que tira como Larry Bird, pasa el balón como Magic Johnson y se mueve de espaldas como Arvydas Sabonis.
La velocidad no está en las piernas sino en la cabeza. Lo que vale es la ejecución, son esos ángulos oblicuos, esos pases lacerantes, los que enamoran. Dinámica de lo impensado en cada ataque.
Jokic borró sus redes sociales hace tres años porque no se sentía cómodo con la exposición. Es humilde por esencia y no por decisión. No le sale otra cosa. Sin buscarlo, es un antisistema que no se corresponde con el crack NBA tipo que le grita los dobles al rival, que sonríe para la cámara, que utiliza outfits extravagantes a la llegada de un estadio.
El gigante serbio juega para hacer felices a todos. Tiene en Mike Malone un entrenador que ha crecido mucho en el último tiempo y que se expresa con la sabiduría del laissez faire: la mano invisible que permite que el genio de Sambor acomode el ecosistema de los Nuggets.